Se yerguen con la solemnidad de los dioses antiguos, esculpidas en sombra contra el mágico incendio del cielo. No tiemblan, no se rinden. Tres formas puras en la inmensidad de un mundo que declina, testigos de un instante que se inmola en el horizonte. Entre el fuego del ocaso y la penumbra que avanza, las palmeras parecen sostener el peso de lo efímero, como si la belleza pudiera perpetuarse solo a través de su silueta.
No son solo árboles, son guardianas de una verdad que el ojo humano apenas alcanza a comprender. En su majestuosa verticalidad resuena la esencia misma de la existencia, la lucha contra la fugacidad, el anhelo y el deseo de permanecer. Se elevan sobre la tierra con la misma certeza con que el día cede a la noche y con la misma fe con la que el hombre busca sentido en la incertidumbre.
A sus pies, la montaña se extiende como un eco de lo eterno. Línea silenciosa que rasga el cuadro, frontera entre el arriba y el abajo, entre el fuego y la piedra, entre lo que arde y lo que permanece. Nada se mueve, salvo la luz, que transforma y consagra. La llama que tiñe el cielo no es solo despedida, es vestigio de una llama que se niega a extinguirse. En lo infinito del crepúsculo, las palmeras no cediendo al olvido, se alzan como estatuas vivas, inmóviles y absortas en su propio destino, y ensimismadas en su propia liturgia, parecen creyentes de una fe sin nombre, como si entendieran el lenguaje del viento y la revelación del último resplandor. Un instante suspendido en la eternidad. La belleza como dogma. La sombra como testamento.
Juan A. Pellicer
Sursun Corda (arriba los corazones)
Estupendo trabajo literario.