Paseando por su cuerpo, el mío se hace pequeño, reconociéndose confundido ante tanta belleza. El mar, en su estado puro, muestra una estampa que siempre queremos guardar y llevar con nosotros; una imagen que dura un instante y que siempre nos acompañará.
Su luz da vida a los colores; sus rincones inventan ocasiones donde volver a vivir; su paz regala segundos infinitos que no se detienen, conjurándose para regresar. Su historia se confunde con la mía, reinventándose; sus silencios atronan en la ceguera de lo previsible, en la rutina que, con la cadencia de las sutiles derrotas, me va venciendo. Su magia y su misterio me envuelven y atrapan, haciendo de mí el más feliz de los cautivos, por esa naturaleza que estalla una y otra vez dentro del corazón, sin voz ni palabras para expresarlo.
Frente a mi mar, voy descubriendo, una vez más, el valor intangible de su preciado regalo. Cada mañana, frente a él, descubro nuevas formas de bautizar los momentos. Ellos me hablan de la armonía de los colores danzando frente a mi extasiada mirada; del amor en ese lenguaje universal con el que el hombre trasciende y se comunica con todo cuanto le rodea; de recuerdos, desde la feliz asunción de que fueron ellos –todos, los buenos y los no tanto– los que hasta aquí me trajeron; de paz ganada palabra a palabra; de sosiego experimentado cuando te sientes y te vives como parte de un todo que te abraza y protege. En ellos voy serenando y aquietando las penas, desdibujando los anhelos y comprendiendo y aceptando el particular lenguaje de alguna que otra lágrima.
La estética se conjuga con la magia de su fuerza; el mar, este que me busca y llama, se abre de par en par para que sea testigo de su grandeza. Su azul me presta su calma y, en él, el alma de nuevo se deja acariciar por los susurros de las brisas que mecen sus pequeñas olas.
También los días junto al mar tienen sus aromas, que han aprendido a ser ese viajero callado que presentimos cercano, acompañándonos –acaso guiándonos–. Los días junto al mar me abren los ojos, pudiendo volver a contemplar la belleza y armonía que, con cada mirada, se reinventa, sobrepasando el más bello de los sueños en el más placentero de los momentos.
Este mar es el que he intentado, ingenuo de mí, atrapar. Seguramente no habré sido capaz de captar tanta belleza; seguramente en este vano intento de natural posesión, este mar se ha dejado acariciar un poquito por la mano de este niño travieso, rebelde y juguetón que, con su cámara, se siente un poco más libre.
«Mucho mar y pocos amigos» es el trabajo de varios meses en los que he disfrutado envuelto en la fascinación que es la vida cuando se vive junto al mar. En ese disfrutar y dejándome llevar por la desconocida inspiración, he querido perderme entre los imaginados pinceles y los complejos mundos que caben entre los bastidores de un lienzo. He querido impregnarme de los colores inventados de óleos y acuarelas, de los delicados pasteles y la feliz anarquía de los naïf… he querido sentirme náufrago entre las luces y las sombras de un atardecer.
He querido dejarme llevar… Es mi modesto reconocimiento a este idílico y privilegiado enclave que, de manera sutil, me ha quitado alguna que otra capa, dejando entrever las cicatrices de los días. Mi deseo con esta propuesta es simplemente intentar compartirles y transmitirles el soplo de belleza que cada mañana viene inaugurando mis días.
Muchas gracias.
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