«Cuanto más pequeño es el hombre, más necesita hacerse notar»
(José Narosky)
Hay pocas cosas más irritantes que un trompetista desafinado tocando a la hora de la siesta una calurosa tarde de verano. Esa desafortunada melodía que interrumpe la paz y el impagable silencio es comparable solo a un mal gobernante tomando decisiones perjudiciales hablando con la boca llena de fango. Ambos personajes, cada uno en su ámbito y su papel, se destacan no por su habilidad, que no sólo no la tienen, sino por su asombrosa capacidad para generar caos y molestia.
Imaginemos al trompetista, un hombre convencido de su talento, soplando con todas sus fuerzas un instrumento que claramente no domina. Lamentable. Las notas desafinadas atraviesan las paredes, violan la tranquilidad y perturban a quienes solo desean un momento de merecido descanso. Es inevitable pensar en ese gobernante que, con igual convicción en su infalibilidad, emite decretos y leyes, propone normas divisivas y arbitrarias, genera enfrentamientos y provoca agravios e injusticias, que en lugar de mejorar la vida de los ciudadanos, evidentemente solo contribuyen a agravar multiplicando los problemas existentes.
El trompetista desafina en una hora inoportuna, al igual que el político irresponsable toma decisiones a sabiendas, en los peores momentos. Cada acción suya es una nota discordante y absolutamente desafinada en la sinfonía del bienestar público. Las decisiones mal informadas y los caprichos personales se convierten en esa melodía inaguantable que ningún ciudadano quiere escuchar entre otras razones porque nadie se las ha pedido.
Pero la verdadera tragedia no termina aquí. Tanto el trompetista como el político cuentan con un séquito de seguidores incondicionales. Los «bienpagaos aplaudidores». En el caso del trompetista, están los otros músicos oportunistas, aquellos que, pese a ser peores que él, están absolutamente convencidos de su excelencia musical. Tocan sus instrumentos con igual desafine y máximo interés, convencidos de que juntos están creando una obra maestra. ¿Y qué decir del político? Está rodeado por una corte de miserables, vividores y estómagos agradecidos, personajes que solo saben decir «amén» a cada disparatada orden que sale de su amado líder, el «todopoderoso papa» del reino de su acólita y sectaria fe.
La misión del coro de acompañantes del trompetista no es otra que la de amenazar a quienes osan criticar la estridente música. Con sus instrumentos en mano y sus barrigas al sol, forman una barrera de ruido y arrogancia, dispuestos a defender su falsa superioridad artística a toda costa. Del mismo modo, los adeptos del mal gobernante se lanzan contra cualquier voz disidente, tachando de traidores, fachosféricos, tabernarios, y un largo etcétera de progres exabruptos, a quienes señalan la incompetencia, errores y perversión en definitiva del psicópata con ínfulas de autócrata
En ambos casos, la mediocridad, la estulticia, no solo se tolera, sino que se celebra. La música desafinada y las decisiones dañinas se presentan como actos de genio incomprendido. Mientras tanto, el abnegado público – los ciudadanos – solo puede soportar la tormenta de malas notas y peores políticas, esperando que, algún día, el trompetista deje de tocar y el mal gobernante se marche a la miseria y podredumbre moral de la que vino, dejando su puesto a alguien que realmente entienda algo de armonía y bien común.
Así es como, en esta irónica sinfonía del desastre, auténtico caos del no saber estar, el trompetista desafinado y el nefasto gobernante se erigen como protagonistas indeseados. Uno interrumpe la siesta, el otro destruye el bienestar social, y ambos, rodeados de sus fieles seguidores, nos recuerdan que, en ocasiones, el verdadero talento reside en saber cuándo dejar de tocar y marchar incluso sin pasar la gorra.
Juan A. Pellicer
Sursum Corda (Arriba los corazones)
Es así, la ignorancia y la perversión nos tiene aplastados contra el suelo. Ellos fomentan la ignorancia
para dominar a cada ciudadano. Han ido borrando las buenas maneras, el respeto, el orden, el
mérito.
Nos hablan de derecho todo el tiempo, pero no dicen que a cada derecho le corresponde una
obligación.
La barbarie nos está devorando.
Muchas gracias Lydia, coincidiendo contigo en tu opinion te envío un cordial y afectuoso saludo desde el Mar Menor de España.
Muy bien dicho. Con la risa entre lágrimas.
Muchas gracias Tatiana por tu sutil apreciación. Un abrazo
Y yo, que sé de música, pero no de la solfa, sino del alma, donde el pentagrama solo es para aquellos que saben volar por sus cinco lineas, donde la vida te deja alcanzar las alturas debidas y el camino a esos cielos imposibles para aves de rapiña y grajos que tocan con sus negras alas, la tierra que se comen, cuando el frio empieza a dañar a quienes se arrastran.
Me quedo con las cinco lineas de ese pentagrama con la música de aquellos que tocan el cielo aún cuando mueren por él, con la conciencia bien limpia, con la vergüenza y la decencia del que sabe del bien hacer, y no con la conciencia de serpientes emponzañandolo todo para después saciarse de los cadáberes creados con el dolor y sin derechos de nada, solo aquel que ampara todos los pecados capitales encerrados en sus corazones.
Me quedo con las notas que dan los latidos de la sangre derramada por un bien supremo y no por la basura creada por entes nocivos para esta nuestra estirpe humana.
Chema Muñoz.©
Muchas gracias Chema por tu reflexión. Un abrazo