«Quienes pueden hacerte creer absurdos, pueden hacerte cometer atrocidades» (Voltaire)
Nos han robado la autenticidad. La han secuestrado, mutilado su esencia, sustituido su rostro por una máscara grotesca que sonríe sin alma mintiendo sin pudor. Nos han acostumbrado a convivir con la falsedad como si fuera el oxígeno que respiramos, a aceptar la impostura como un pacto inevitable, a mirar sin ver y a escuchar callados y sin comprender.
El mundo se ha convertido en un teatro de sombras donde los actores no interpretan, sino que imponen. Donde las palabras han sido reducidas a una herramienta de manipulación, los discursos a guiones prefabricados y la realidad a un espejismo distorsionado. Se ha sustituido el pensamiento por la consigna, la conciencia por el adoctrinamiento y la libertad por la servidumbre voluntaria. La sociedad ha sido adoctrinada para amar sus cadenas, para defender a sus verdugos, para aplaudir su propia humillación sintiéndose cómodos en su propia sumisión.
¿Quién se atreve a arrancarse la máscara? ¿Quién se atreve a gritar que todo es una farsa? Pocos, muy pocos. Porque hacerlo implica ser señalado, aislado, cancelado, bloqueado y condenado a la invisibilidad. Se ha construido un sistema donde el mérito ha sido desplazado por la sumisión, donde la capacidad es vista como una amenaza, donde la igualdad ya no se mide en derechos, sino en el sometimiento colectivo a un relato impuesto. Nos han convencido de que aspirar a la excelencia es un acto de arrogancia, de que el esfuerzo es un privilegio y de que la mediocridad es la única virtud aceptable.
Los grandes titiriteros, los dueños de este esperpento, han perfeccionado su juego. No necesitan reprimir con violencia porque han logrado algo mucho más perverso, que los ciudadanos vigilen y castiguen a los suyos, que se denuncien entre sí, que se avergüencen de pensar diferente. La libertad de expresión ha sido reemplazada por el derecho a no ser ofendido, la disidencia por la corrección política, el pensamiento crítico por la obediencia ciega. La censura ya no se impone, se exige.
Las máscaras gobiernan. Son ellas quienes deciden qué es aceptable y qué no, quién merece ser escuchado y quién silenciado, qué se puede pensar y qué está prohibido. Nos obligan a jugar su juego, a hablar su idioma, a vestir su disfraz. Y lo peor de todo, nos han hecho creer que el miedo es la normalidad y que la resignación es una forma de paz.
Pero no lo es. Lo supimos alguna vez. Supimos lo que era vivir sin estar sometidos al artificio, al miedo, a la humillación de callar por conveniencia. Supimos lo que era construir sobre el esfuerzo y el mérito, sobre la libertad y la responsabilidad. Supimos que la felicidad no era una promesa hueca, sino el resultado de una sociedad que valora el talento, el trabajo, la justicia y la igualdad de derechos, no de sometimiento.
No se trata de buscar una verdad única, sino de recuperar lo que nos hace humanos que no es otra cosa que la posibilidad de elegir, de crear, de soñar, de avanzar sin tener que rendir cuentas a un sistema que nos prefiere sumisos y, en muchos casos, automarginados.
Tal vez sea hora de arrancar las máscaras. O de recordar que jamás debimos ponérnoslas.
Juan A. Pellicer
Sursum Corda (Arriba los corazones)
No se puede describir mejor lo que nos está ocurriendo.
De las pocas manifestaciones que se realizan, nos enteramos de una minoría, pero cuando se han producido ya, lo que no nos permite ser solidarios con las causas que creemos justas. No nos permiten nuestra libertad.
La ocultación parece ser la consigna. Un abrazo mi querida Leonor.
Muy bien dicho. Hay pocas personas que se atreven decirlo con tanta claridad y valentia. Revolucionaria reflexión. Gracias
Muchas gracias Tatiana, es irrenunciable seguir defendiendo, cada uno desde su particular parcela y posibilidades, lo que a todos nos une y nos identifica como ciudadanos libres y democráticos de un estado de derecho. Un abrazo.