«Servirse de un cargo público para enriquecimiento personal resulta no ya inmoral,
sino criminal y abominable.» (Cicerón)
Son tiempos de extremada tensión, de conflictos ideológicos que, por su irracionalidad, degeneran en enfrentamientos absurdos. Dichos conflictos no están motivados por una búsqueda honesta de verdad y excelencia, sino por la enfermiza ambición de poder de mediocres e irresponsables que, mediante la sumisión y el acatamiento ciego, han anulado a una mayoría social, conformada, dopada y carente de conciencia crítica.
La situación ante la que estamos preocupa porque amenaza con desmantelar los valores que, como sociedad, construimos, no sin pocos sacrificios, a lo largo del tiempo. Instituciones democráticas que un día fueron baluartes de nuestras libertades individuales y colectivas, ahora se ven debilitadas, usurpadas y colonizadas. La transparencia y el compromiso con el bien común han sido sustituidos por la corrupción, el oportunismo y la desvergüenza sin límites. Nuestros representantes, en lugar de actuar en defensa de los intereses de todos, priorizan sus agendas personales, sometiendo la voluntad general al servicio de una élite que se siente impune e intocable.
Este deterioro se traduce en la percepción creciente de un sistema fallido, un sistema que no devuelve a la ciudadanía lo que de ella recibe. En vez de ser garante de derechos y servicios esenciales, fracasa en su misión fundamental: proteger y asistir a la población en los momentos de necesidad. Ejemplos de ello los encontramos en su incapacidad para gestionar emergencias, en su lento y burocrático proceder frente a tragedias y en su absoluto desdén por las necesidades sociales más apremiantes.
La gravedad de esta situación va más allá de lo político: nos enfrentamos a una crisis moral y social. Los gobernantes han perdido no solo el respeto de la población, sino también cualquier muestra de legitimidad ética. El concepto de representación ha sido desvirtuado al punto de que aquellos que nos gobiernan parecen más interesados en perpetuar sus privilegios que en servir al pueblo. Esta «casta» política, carente de escrúpulos y de visión, no sólo erosiona la confianza en las instituciones, sino también en la cohesión misma del Estado.
El desprecio con que esta infame clase política trata a sus gobernados ha llevado a que el alma de la nación, el espíritu colectivo que une a los ciudadanos, comience a cuestionar si son merecedores de algún respeto o consideración. La fractura social que esto provoca no es accidental, sino deliberada porque ellos, en su indignidad y traición, la han diseñado para mantener el control mediante la polarización y el consiguiente enfrentamiento.
En este contexto, es hora de replantearnos nuestra relación con quienes se autodenominan «defensores» de nuestros derechos. La ética democrática demanda de sus ciudadanos no solo obediencia, sino también vigilancia, resistencia y exigencia activa ante cualquier abuso de poder. Como ciudadanos libres, debemos reivindicar una gobernanza transparente, honesta y verdaderamente comprometida con el bien común, no sólo con los intereses particulares de unos pocos. Es un momento crucial para la regeneración política, para reconstruir desde los cimientos un sistema que sirva realmente al pueblo. Un momento para fortalecer y reconstruir lo que fuimos y no queremos dejar de ser.
Por todo ello y porque en juego quizá vaya empeñado nuestro futuro y el de los nuestros, demos un alto valor a cada uno de nuestros votos, este es el único lenguaje que esta gentuza ruin, perversa, indecente y miserable parece entender.
Juan A. Pellicer
Sursum Corda (Arriba los corazones)
Muy buen comentario realista y eficaz, Juan Antonio Pellicer.
Muchas gracias Sandra, esperemos que realmente lo sea. Saludos desde el Mar Menor de España.
Excelente- Una profunda reflexión. Desde Argentina
Amalia Lateano
Muchas gracias Amalia por hacerte eco de esta reflexión. Saludos entrañables desde el Mar Menor de España.