«Los tiranos se rodean de hombres malos porque les gusta ser adulados

y ningún hombre de espíritu elevado les adulará» (Aristóteles)

     La política, entendida como el arte de servir al pueblo y conducir a las naciones hacia un futuro de prosperidad, no puede ni debe caer en la tentación de convertirse en un ejercicio de manipulación y resentimiento. El mal gobernante, aquel que se aferra, “celebrando o festejando”, el dolor del pasado, se convierte en un obstructor del progreso, incapaz de generar esperanza o aportar soluciones. Su política se alimenta de la confrontación, del odio latente y la división. Es un político que, como un triste réquiem, repite los ecos de lo que fue, como si la historia, en lugar de ser una lección de superación, fuera una pesada losa de la que nunca se pueda escapar.

     Su estrategia es simple: para destacarse, debe disminuir a los demás. Para verse importante, necesita que el contraste con los errores y fracasos del pasado lo resalten como una especie de héroe caído, aunque sin heroísmo, ni por supuesto honor. La paradoja de este tipo de liderazgo es que se alimenta del miedo, del resentimiento y la incapacidad de transformar lo vivido en algo mejor. El líder que no tiene visión de futuro recurre a los discursos vacíos y a las promesas rotas, construyendo su legitimidad sobre la desgracia de sus compatriotas, mientras se auto exime de responsabilidad en las soluciones.

     En este sentido, el gobernante mediocre no es simplemente una figura miserable, que lo es, sino un lastre que impide que la sociedad avance, que condena a las generaciones futuras en una visión estrecha, desolada y sombría. De ahí la pobreza moral de aquellos que solo encuentran valor en la miseria ajena. Se convierten en los perversos artífices de la desesperanza, buscando la perpetuación de su poder a costa de los ideales que deberían unir a una nación.

     Por otro lado, el buen gobernante, el buen líder, es aquel que no teme enfrentar los desafíos del presente ni mirar al pasado con perspectiva crítica y constructiva. Su mirada está centrada en el mañana, en la capacidad de un pueblo para reinventarse, en el poder de la unidad para construir soluciones y espacios comunes. Este líder no solo recoge las lecciones de la historia, sino que las transforma en herramientas para el progreso. Sabe que el futuro se forja con el esfuerzo colectivo, la solidaridad (como bien quedó patente en la actitud de unos y otros en la tragedia de la gota fría) y el trabajo constante. Y sobre todo, entiende que la política debe ser un puente hacia el futuro, no un nicho que nos sepulta en las sombras del pasado.

     El buen gobernante se convierte así en un referente moral y político, capaz de inspirar a su pueblo a superar las adversidades, a mirar con valentía hacia un futuro mejor. En él no hay lugar para la miseria ni para la arrogancia; su fuerza radica en su capacidad de ofrecer esperanza, en su habilidad para articular las aspiraciones de todos y en su firme compromiso con la libertad y la justicia. El líder de esta estirpe es aquel que, al final de su mandato, no será recordado por las luchas fratricidas que fomentó, sino por las metas alcanzadas, por las vidas mejoradas y por el legado de unidad y progreso que dejó.

     Mientras unos se aferran a los fantasmas del pasado, otros están ya trabajando, incansablemente, para forjar el futuro que merecen las generaciones venideras. El futuro no se construye en los actos de rendir homenaje a la opresión, sino en la lucha constante por un mañana mejor, en la lucha por la libertad, la democracia y la dignidad humana.

     Busquémonos y encontrémonos entre los que suman y avanzan, no entre los que restan perdidos en pasados. Brindemos celebrando y festejando la única fecha que, como demócratas, nos une y hermana: la Constitución de 1978, aprobada por abrumadora mayoría del pueblo español.

     Juan A. Pellicer

Sursum Corda (Arriba los corazones)