“Hay puñales en las sonrisas de los hombres;
cuanto más cercanos son, más sangrientos.”
(William Shakespeare)
Las palabras, opiniones y/o comentarios puntuales, pueden ser adaptadas con el adecuado y preciso revestimiento a la oportunidad de cada momento, a la necesidad de hacernos presentes y proactivos en aquello que singular y objetivamente nos interesa.
Nuestras palabras, nuestras opiniones hablan de nosotros; ciertamente lo hacen aunque de manera sesgada, pero no despejan ni aclaran, ni tan siquiera establecen ninguna certeza respecto a la autenticidad de ese “yo” expuesto a través de ellas.
Es, en el posicionamiento, en la forma, en el estilo, en la imagen, en la estética… en esa concatenación “físico-gestual”, la que de una manera muy significativa refleja de manera casi definitiva lo que callamos, lo que escondemos, y por tanto todo lo que, en definitiva, NO somos.
No se puede hablar de paz aplaudiendo a los amantes de la guerra, a terroristas, a aquellos que hacen del asesinato el objeto de su razón. De igual manera que no se puede proponer la solidaridad con los que no han tenido miramientos en arrasar sin contemplaciones y en nombre de su dios contra la vida de inocentes. No se puede sentir uno cómodo con los que han hecho del enfrentamiento y la discordia su idioma y la amenaza su forma de ser y estar, al tiempo que se condena al que simplemente decide protegerse, defender y defenderse.
Cuando hablas en general, incluso cuando lo haces de ti mismo en particular, puedes quedar bien, -hasta muy bien para quién no te conozca- aunque en el fondo seas un tirano, un sátrapa un desvergonzado tan miserable como despreciable. Sin embargo, cuando te posicionas, realmente es tu alma, sin voz, la que de manera inequívoca, está mostrando el mayor y más fiel retrato de la perversión que atesoras.
Es por ello, que cuando las palabras ya no tienen sentido, mejor estar callado aun corriendo el riesgo que sean tus pasos, tus gestos y tus miradas la que delaten al traidor que llevas dentro.
Juan A. Pellicer
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