En un precioso territorio donde antaño reinaba la solidaridad, comenzó a gestarse un juego sucio. Caramármol I El Falsario (gobernante de turno), acorralado por la inminente pérdida de poder, urdió una estrategia tan mezquina como predecible: sacrificar a la mayoría para retener el favor de unos pocos. Así, sin pudor alguno, decidió conceder a un solo territorio beneficios exclusivos, prebendas que negaba al resto del país, que miraba atónito cómo se traicionaban los principios en los que creían.
El plan era sencillo y vil: comprar lealtades y voluntades, asegurarse que ese rincón privilegiado le garantizara su permanencia en el poder, sin importar el precio. «La estabilidad del poder es lo único que cuenta», murmuraba Caramármol I El Falsario en los pasillos del palacio, mientras se aprestaba a asestar un golpe letal a la equidad y la solidaridad. Y así, las promesas se volvieron humo y los discursos sobre unidad, justicia y respeto, un eco vacío.
Pero la injusticia nunca pasa desapercibida para quienes aún conservan un ápice de dignidad. Los habitantes de las demás regiones, esos que se habían sacrificado, que habían creído en la solidaridad como piedra angular de su progreso, comenzaron a notar que el terreno sobre el que habían construido su confianza se desmoronaba. Los recursos, antes compartidos, ahora fluían en una única dirección: hacia ese territorio favorecido, que cada día recibía más prebendas, mientras el resto apenas sobrevivía con las migajas.
«La libertad no es privilegio de unos pocos, sino el derecho de todos», clamaban aquellos que aún creían en la justicia. Pero en los salones del poder, la respuesta era siempre la misma: el silencio, la ocultación y la negación. Un silencio cómplice y abrumador. La traición a los principios más sagrados del equilibrio territorial no era una cuestión de error, sino de perverso cálculo. Mantener el poder, a costa de lo que fuera. A costa de la paz social. A costa del enfrentamiento.
Y lo que surgió entonces fue aún más letal que el agravio en sí: la fractura. La población, antes unida, ahora comenzaba a mirar con recelo a aquellos que recibían los beneficios. El germen del enfrentamiento había sido sembrado, y su cosecha no sería otra que la confrontación interna. El gran logro de este pésimo y malvado gobernante no fue perpetuar su poder, sino dinamitar la fraternidad.
Porque, en su ceguera, Caramármol I El Falsario no había comprendido una verdad fundamental: quien erosiona la justicia para beneficio propio, despoja de libertad no solo a los oprimidos, sino también a los favorecidos, convirtiéndolos en peones de su ambición porque no hay paz posible donde impera el privilegio y la arbitrariedad.
¡Colorín Colorado!, este cuento de mediocres, miserables y sinvergüenzas, aún no ha terminado.
Juan A. Pellicer
Sursum Corda (Arriba los corazones)
Realidades basadas en cuentos, o cuentos que se vuelven realidades en las manos mas miserables, manos que solo sirven para viejos menesteres, que solían acabar en laderas de caminos como alimentos de las fieras que la sociedad animal de la naturaleza sabían y siguen sabiendo dar buena cuenta de las alimañas bípedas que por estos bosques pululan, alimañas que viven destrozando alegrías y jugándose las propias en las manos de los mismos demonios que crean y que suelen acabar con ellos mismos, no son creadores de rostros como lo fueron Buonarroti, Miguel Ángel, Corradini, Ghirlandaio, sino destructores hasta de su propio rostro de mármol con el decapado que da la mentira constante, del latrocinio en sangre o genético por aquello de que de raza le viene al galgo y que se vanaglorian de esa raza que ya bajó expulsada por los cielos encontrando amparo en el mal que se crea al salir de los infiernos, de donde no debieron salir nunca, ni ser gestados en cuerpos de humanas. Esperemos ese deseado colorín colorado y que tanto cuento como cuentistas de semejantes actitudes contrarias a la vida misma, acaben en las fauces de sus mismos errores.
Muchas gracias Chema por hacerte eco de este relato que cercano vivimos. Un abrazo fuerte.