«Lo único necesario para el triunfo del mal es que los hombres buenos no hagan nada»
(Edmund Burke)
Llevo tiempo arrastrando una sensación difícil de explicar. No es solo hastío político o fatiga emocional. Es algo más profundo, más hondo, como si en algún punto hubiera empezado a dolerme España por dentro -los progres no entiendan ese llamado “dolor”-. No es un enfado pasajero ni una rabia de temporada. Es la mezcla tóxica de memoria, indignidad y desengaño, el peso de lo que fuimos y la angustia de lo que nos están haciendo ser.
Cada vez que enciendo la radio, cada vez que leo un titular o escucho una declaración política, siento que el aire se vuelve más denso. Palabras huecas, discursos impostados, leyes de quita y pon. Todo parece diseñado para desmontar lo que costó décadas construir, como si la historia fuera un estorbo, la democracia un trámite molesto que conviene vaciar desde dentro y la libertad algo pasado de moda, cosa de otros.
Y mientras tanto, un silencio espeso nos cubre. No el silencio digno de quien reflexiona, sino el silencio rendido de quien ya no espera nada. Veo esa indiferencia y me duele, no porque espere héroes ni epopeyas, sino porque ese mutismo es la prueba más clara de que nos han ido arrancando la esperanza de las manos. Nos han convencido de que no se puede, de que no sirve. Y lo están consiguiendo.
Pero no lo están haciendo solos. Este desmoronamiento tiene ejecutores, sí, pero también cómplices directos: partidos de la oposición que confunden prudencia con cobardía, cálculo con traición, comodidad con rendición. Ellos, que debían ser muro y contrapeso, se han convertido en tristes espectadores de su propia irrelevancia, creyendo que el tiempo resolverá lo que solo la dignidad puede frenar.
Y en medio de esta orfandad política, quedan algunas instituciones que resisten, aún acosadas, aún desprestigiadas. Un puñado de jueces, no todos, pero sí los suficientes, que sostienen la legalidad a pesar de las presiones y las amenazas. No son héroes, ni falta que hace. Son profesionales que recuerdan que su primer compromiso es con la Ley y con el ciudadano, no con el poder de turno. Y eso, en este tiempo de claudicaciones, es casi un acto revolucionario.
Yo, apenas un ciudadano que escribe, sin más poder que mis palabras y sin más ambición que sumar lectores conscientes, escribo porque ni sé ni quiero vivir de otra forma. No escribo para dejar constancia ni para salvarme de nada ni para quedar bien con nadie. Escribo porque hay silencios que manchan y porque me resisto a ser cómplice, de esta locura por el poder, aunque sea por omisión. Y porque, aunque cada vez cueste más encontrar razones, aún creo que decir la verdad, denunciando la injusticia de la tiranía, importa. A veces, es lo único que queda.
Porque rendirse, de alguna manera, es contribuir a la demolición del Estado, es traicionar, y traicionar -algo que si entienden los “progres”- es un lujo que no pienso permitirme.
Juan A. Pellicer
Sursum Corda (Arriba los corazones)
Marzo 2025
Decir la verdad aunque duela es siempre más edificante que mentir o esconder la verdad, duele solo a aquellos que mienten pero duele más que te tomen por bobo. Adelante con la verdad aunque sangre el mundo.la verdad siempre prevalece.
Muchas gracias mi querido Chema. La verdad es un concepto muy relativo, dado que lo que es para uno, puede no serlo para otro. Más importante que decir «tu verdad», quizá sea permitirte compartir un sentimiento y comprobar que cada vez es mayor la intensidad de la respuesta generalizada. Millones de personas no pueden estar equivocadas.