“La corrupción odia lo que no está corrupto”. (Paul Park)
En el oscuro lienzo de la política que nos asfixia y empobrece, la corrupción y la degradación social e institucional se entrelazan sutilmente como sombras danzantes en un ritual tan humillante como macabro para la sociedad porque corroe su esencia misma: la democracia.
La corrupción política no es solo un despropósito ético y moral ocasional, no; es la manifestación de un mal estructural arraigado en las entrañas de nuestras instituciones porque se alimenta y «vive» de la falta de transparencia, donde los hilos de la toma de decisiones se tejen en la penumbra, lejos de los ojos del ciudadano y los órganos de control, los cuales, en no pocas ocasiones, también son objeto de la “colonización” de la casta corrupta. Son las sombras de la impunidad «legalizada» las que dan cobijo a la corrupción, permitiéndole prosperar sin temor a consecuencias reales, siendo por ello que la degradación política se manifiesta como la descomposición de los valores fundamentales de la democracia, erosionando la confianza en las instituciones y sumiendo a la sociedad en un abismo de desesperanza porque afecta más al «alma y razón» del colectivo, que al cuerpo como individuo que, por supuesto, también.
Es cierto que la corrupción no es algo nuevo de esta generación, ni tan siquiera un tic concreto o característico de una u otra latitud. La corrupción nace en la noche de los tiempos porque su esencia radica en la sed de poder y en la enfermiza y desmedida necesidad de riqueza al «precio» que sea, unidas a la degradación moral y absoluta falta de escrúpulos de quienes a lo largo de la historia la han ido asumiendo hasta llegar a este miserable y carcomido presente. Siendo esto así, y ahora si hablo del aquí y el ahora, la ausencia, laxitud o cuando no, otra más grave connotación casi siempre de tipo político, de los controles internos sumados a la condescendencia, cuando no opacidad, de una parte del poder mediático que deberían ser los que desde la libertad y también la valentía destapasen los actos corruptos, porque ellos también son o deberían ser actores importantes -muy importantes- contra esta lacra. Ya lo decía el insigne Valle Inclán «En España el mérito no se premia. Se premia el robar y el ser sinvergüenza. En España se premia todo lo malo» Y en esto, como digo, mucho tiene que ver la influencia mediática y la acción o inacción de determinados poderes del estado.
La degradación política, consecuencia de la intencionada polarización extrema «Nos conviene que haya tensión» (José Luis Rodríguez Zapatero), el sectarismo y la instrumentalización de las instituciones para servir a intereses generales de la casta política así como algunos individuales dentro de ellos, van pudriendo la esencia misma de la participación ciudadana. La política deja de ser un instrumento al servicio del bien común para convertirse en un escenario de luchas internas, donde la ética y la moral son sacrificadas en aras a la conveniencia e interés personal.
Ante esta trágica y desgraciada realidad que a todos, seamos quienes seamos y estemos donde estemos, nos afecta, urge exigir de manera clara y determinante a la clase política que aún crea en los fundamentos de la libertad y la salud de nuestra democracia, para establecer los medios, ahora si definitivos y absolutamente incuestionables necesarios para fortalecer las instituciones y organismos precisos. La transparencia, rendición de cuentas y en su caso la exigencia de todas las responsabilidades penales, políticas y sociales si las hubiera, no deben solo lemas, consignas o proclamas electorales para quedar bien ante foros entregados, sino principios rectores que guíen y determinen la acción política.
También sería tan importante como necesario hacer un ejercicio de introspección individual ya que la lucha contra la corrupción y la degradación política no solo requiere cambios estructurales, sino además una transformación profunda en la conciencia colectiva. La educación ciudadana cimentada sobre la importancia de valores éticos y morales son espejos fundamentales que tienen proyección determinante sobre la política. Cuando reparemos y actuemos en consecuencia con este necesario compromiso personal, podremos sentirnos más válidos y protagonistas de una sociedad justa y verdaderamente democrática.
Por todo ello creo es tiempo de continuar alzando la voz con más fuerza denunciando a los corruptos y sus cómplices, exigiendo al mismo tiempo y desde el íntimo convencimiento, un cambio profundo y honesto en nuestras instituciones.
Juan A. Pellicer
0 comentarios