«No estoy llorando por ti; no vales la pena. Estoy llorando porque mi ilusión de quién eras fue destrozada por la verdad de quién eres». (Steve Maraboli)
En un mundo donde la verdad debería ser el fundamento sobre el cual se erige la política, nos encontramos atrapados en un laberinto de engaños y falsedades tejido de manera tan consciente como perversa por aquellos que juraron servirnos. La hipocresía política es una plaga que se extiende como una mancha contaminada sobre la cosa pública trasformando el arte de gobernar en una farsa grotesca, donde la mentira es moneda corriente y la sinceridad, rara avis digna de libros de valores.
Estamos frente a una casta política que por encima de los errores y tropelías de toda índole llevados a cabo (hasta ahora): captación de voluntades; manipulación de verdades o medias verdades; ocultación de información; desestabilización y desgaste de instituciones; asignación de medios o presupuestos a objetivos no suficientemente aclarados (viajes y desplazamientos; subvenciones;) y un largo etcétera de decisiones encaminadas a continuar tensando, polarizando y haciendo imposible la convivencia como elemento troncal de cualquier sociedad avanzada, está logrando macabros objetivos de lo imaginable a simple vista. Más allá de soportar una mentira, sufrir una humillación o tener que ser testigos mudos e impotentes de abusos y corrupciones en cualquiera de sus múltiples formas, más allá de la indignidad que todo ello representa para el ciudadano de a pie, lo real y tremendamente preocupante es comprobar como la ingeniería social a la que me refería en un artículo anterior, se ha venido perfeccionando alcanzando extremos insospechados hasta conseguir el que quizá sea su doble objetivo: hacer casi imposible la unidad en la convivencia por el bien común obteniendo con ello rédito político generando por ende un clima cada vez más evidente de decepción. «Las decepciones abren los ojos y cierran el corazón». Esta y no otra es la tragedia de la decepción. Aquella que ante la continuada e intencionada cadena de engaños e inmorales formas y composturas sumen a la ciudadanía no solo al más absoluto desapego hacia sus gobernantes, sino y lo que es más triste, los abocan a la más fría y descarnada indiferencia hacia lo que son y representan. Nada de lo que ninguno de ellos pueda «seguir vendiendo» goza del mínimo interés, salvo, y esto no deja de ser otra tragedia, para sus simpatizantes, que quizá ya han dejado de serlo convirtiéndose en simples «fanáticos anulados» arrodillados ante una ideología con su líder de cuerpo presente que en algunos de los casos llevan sobre sus macabras historias millones de crímenes y asesinatos, muchos de ellos por cierto aún por resolver.
La decepción social es el espejo donde se pueden mirar y ver todos los que un día gozaron del alto honor de «jurar y proteger» a sus conciudadanos. El desapego, la indiferencia, el desprecio que cada día van generando estos miserables es directamente proporcional a las vidas que, de una u otra manera, están destrozando como consecuencia de sus políticas deshonestas en sus formas y corruptas en sus fondos.
La determinación tiene que ser la consecuencia de la indignación en una sociedad que precisamente por decepcionada no puede ni debe permanecer impasible ante el atropello sistemático al que se está sometiendo su libertad y por extensión, su democracia. La exigencia de transparencia y asunción de responsabilidades hasta sus últimas consecuencias a los representantes, debe ser el objetivo. No cediendo hasta que cada acto de corrupción y engaño haya sido expuesto ante la luz de la justicia y la verdad.
Un pueblo que nació libre quizá no deba conformarse a morir como tal pueblo esclavo de una tiranía por el capricho, necesidad o carencia emocional de un dictador.
Sursum Corda
(arriba los corazones)
Juan A. Pellicer
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