«El que engaña encontrará siempre quien se deja engañar»
(Maquiavelo)
Quizá responda a un mecanismo de autodefensa, a una estrategia de despiste o acaso a una reacción involuntaria de esa parte emocional relacionada con el yo niño que todos llevamos dentro. En cualquiera de los casos, de nuevo la realidad toma la delantera. De nuevo, lo no deseado y rechazado históricamente por una mayoría, vuelve a imponerse convirtiendo la feliz realidad de una minoría, en trágica desgracia para todos. Si, para todos, también para los que hoy enarbolan banderas de victoria jaleando como si fuera un logro lo que no deja de ser un paso adelante en su ciego proceso conducente a su más cercana soledad y aislamiento social. A eso me estoy refiriendo, porque aunque de verdad se quisiera dicho alejamiento -permítanme que lo dude- ¿Hasta qué punto sería cierto? ¿Con qué condiciones? ¿Bajo qué premisas comunitarias y de libertades? ¿Hacía qué dirección y siguiendo qué directriz?…
A estas interrogantes se podría añadir una larga secuencia de derivadas para las que quizá solo habría una misma respuesta: «para más de lo mismo». Es decir, para regresar, ahora como frustrados perdedores, a la casilla cero del tablero político, porque si el objetivo era esto, es decir, desmembrar el todo para configurar una parte, quizá el proceso -con sus adláteres recogiendo frutos– siempre pecó de una ausencia de valentía y también, por qué no decirlo, de una nula confianza en abierta y decidida apuesta por el bien entendido «ciudadano libre» que no es otro que el que no necesita «mantras» ni arcaicos sloganes, chantajes ni amenazas para poder expresarse tal cual le dicta su conciencia incardinada a la mayor y mejor apuesta por el ser humano como tal en pleno siglo XXI basada en la grandeza e individualidad de su esencia.
¡Resulta que es esta su conciencia!, -me dirán-. ¿En una sociedad global, con muchos, -muchísimos- intereses compartidos y dependientes? ¿Con grandes mercados internacionales de economías de escala? ¿Con interesantes y absolutamente enriquecedores intercambios culturales, de investigación, tecnológicos, comunicación…? ¿Con una más amplia riqueza lingüística? ¿Con una mayor proyección de los derechos humanos? ¿Con grandes retos en cuanto al libre comercio de bienes y servicios de ámbito mundial?, etc. Sin duda, ventajas todas que a buen seguro superan las desventajas que quizá surgieran aunque aquellas sí serían asumibles.
La decisión de optar por el autoaislamiento no solo implica consideraciones políticas y económicas, sino que también tiene un impacto profundo en el tejido emocional y psicológico de la sociedad. En muchos casos, los líderes políticos y los movimientos o grupos que lo proponen -cuando no, imponen- aprovechan las emociones y sentimientos de la población para avanzar en sus agendas, presentando esta opción como panacea para todos los males revestida de una fantasiosa pátina de orgullo mal llamado patrio.
Sin embargo, detrás de esta perversa retórica de liberación y autodeterminación puede haber una realidad mucho más oscura de manipulación y coerción. Las élites políticas y los grupos de interés a menudo instrumentalizan el descontento popular y las aspiraciones legítimas de la población para sus propios fines, utilizándolo como herramienta para consolidar su poder, perpetuando así su dominio total sobre la sociedad.
Este proceso de manipulación, como se está viendo, lleva a una polarización extrema dentro de la sociedad, dividiendo a comunidades que antes coexistían pacíficamente y generando conflictos internos que perdurarán en el tiempo -generaciones quizá- tras haber alcanzado tal propósito. Las emociones de identidad y pertenencia, son hábil y sutilmente manipuladas para alimentar los nacionalismos y por ende la xenofobia, creando un clima de desconfianza y hostilidad hacia aquellos que son percibidos como extranjeros o enemigos, es decir, hacia los que no pensamos como ellos que por cierto somos todos los demás, la gran mayoría.
Además, la imposición de estos «procesos» hacen mucho daño a la legitimidad de las instituciones democráticas y sus acuerdos de toma de decisiones, ya que las voces disidentes son silenciadas o marginadas en nombre de una «ensoñación». La libertad de expresión y la diversidad de opiniones son sacrificadas en aras a una supuesta unidad identitaria, cultural, genética, … distinta en definitiva, pero, eso sí, siempre superior.
No tengo duda que la imposición/aceptación del proceso -a marcha lenta o rápida- puede resultar toda una involución social y cultural, porque allá donde se sacrifican valores fundamentales como la libertad, la justicia y la solidaridad en aras de un sistema estrecho y excluyente, la sociedad, como una trágica y previsible derivada, se convierte en prisionera y paradójicamente protagonista de su propia narrativa de exclusión, incapaz de ver más allá de las divisiones artificiales impuestas por aquellos que buscan perpetuar su dominio.
No nos engañemos, seamos conscientes de las manipulaciones emocionales trascendiendo a las narrativas simplistas de los procesos de corte separatista, que ofrecen alternativas aparentemente elementales pero fundamentadas en esperpénticas frases e ideas de sus más aclamados fundadores (algunas de ellas están publicadas y al alcance de quién las quiera conocer).
La verdadera libertad y autonomía solo pueden lograrse a través del diálogo honesto, el respeto hacia lo que TODOS somos -ciudadanos libres de un estado democrático y de derecho- y la búsqueda de soluciones que reflejen las aspiraciones y necesidades de toda la sociedad en su conjunto, no solo de una élite consentida, protegida y privilegiada.
Juan A. Pellicer
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